miércoles, 17 de abril de 2024

La mística de los huevos más allá de la Pascua

 

Cada Lunes de Pascua los vecinos de Fuenterroble, en el Camino de Santiago mozárabe, que atraviesa la provincia de Salamanca, llevan de ofrenda a su Cristo del Socorro huevos. Docenas de huevos, que se subastan para fines sociales. Una tradición que me hace pensar en toda la mística que envuelve al huevo como si fuese otra cáscara y atraviesa creencias muy variadas y diferentes. Y desde hace siglos.

En el Museo de Arqueología Submarina se guarda un huevo decorado y fecha en el 700 a. de C. Es un huevo de avestruz, de procedencia desconocida y enclavada en la cultura púnica. Está decorado con formas geométricas, pero también exhibe rosetas vinculadas a motivos astrales y otros elementos que se vinculan a la divinidad. La presencia de este tipo de huevos de avestruz decorados y rotos en sepulcros dan idea de una preocupación por el más allá de la muerte e incluso por la resurrección. También en el cristianismo la mística del huevo se vincula a la resurrección de Cristo, de ahí la importancia de los huevos en la Pascua, después del Domingo de Resurrección, que se traduce en su presencia en hornazo o monas.

La Mitología relaciona al huevo con el nacimiento, la fertilidad, la resurrección, incluso el propio universo se ha querido interpretar a través del huevo, el huevo cósmico. Egipcios, griegos, romanos, hindúes han visto en el huevo más que un alimento y una vida animal futura. Visiones que se mezclan y así, el huevo de Pascua deriva de la diosa mesopotámica Ishtar, también conocida como Astarté. Hay un huevo sagrado etrusco y hay huevos en la mitología nórdica, en la que no faltan los huevos pintados. En la Cuaresma cristiana su consumo estaba reglado así que los vecinos los cocían, pensando que así duraban más, pintando los cocidos para distinguirlos de los frescos.

Detrás de esos huevos al Cristo del Socorro hay más que una iniciativa social, lo mismo que el huevo de la mona o el hornazo es más que un obsequio al fraile predicador de los sermones de cuaresma, al ahijado o novia. Hay más. Eso pensaríamos del famoso huevo de Dalí, claro, e igual que pensaríamos en un huevo roto como un sepulcro abierto. Sí, los huevos se han comido desde tiempo inmemorial, pero sospecho que se han visto también como algo más que un alimento.

El huevo, en Salamanca, formaba parte de lo que se conocía como hornazo, es decir, masa cocina con guarnición de huevos también horneados. Era un obsequio de la comunidad al fraile que había levantado la moral de la tropa en la entonces dura Cuaresma. Aquel hornazo era y es una mona en casi toda España, porque en Salamanca la mona se hizo hornazo en forma de empanada con productos del cerdo, que, además, llevaba huevo, que la industrialización de los hornazos salmantinos ha eliminado por razones sanitarias o de elaboración. La Literatura clásica española está repleta de hornazos que hablan de huevos, igual que la tradición salmantina tiene sus huevos decorados que los niños ruedan por las eras.

Personalmente prefiero el hornazo con sus chichas y sus huevos, que ejerce en mí una elevación del espíritu notable, que también alcanzo con unos espléndidos huevos fritos con farinato o un limón serrano con huevo cocido, o sea, esa popular ensalada serrana que en Cuaresma se priva de carne y en Pascua le pone chorizo, gracias a lo cual siglos atrás descubría quién era judío. Pero más allá del muy salmantino hornazo, de los mirobrigenses huevos fritos con farinato, y del hornazo con sus huevos, la cocina ha hecho con los huevos de todo y, ya aviso, hemos ido a peor.



Es más que probable que el hombre llegase al huevo en su condición primitiva de carroñero y que de ahí en adelante fuese perfeccionando su consumo con descubrimientos ocasionales o experimentos, lo que perfeccionó su cocina y a la vez los instrumentos de esta, un perfeccionamiento que daría lugar, seguramente, a nuevos hallazgos. Los egipcios, por ejemplo, mejoraron la masa de ciertos panes con huevos; los griegos tuvieron a Zimites, el Pastelero, maestro repostero, y a Cigofilo, maestro de los huevos, que desarrolló los huesos pasados por agua, duros y una tortilla de sangre de liebre; los huevos estuvieron también en la dieta de los romanos, rápidamente asumida por nuestros paisanos peninsulares de la época, y fueron parte de la alimentación medieval desde los monasterios a los castillos, pasando por las villas y granjas, empleándose, por ejemplo, para las salsas, que son otro paso más en el refinamiento alimentario. ¿Qué es la gastronomía sino la historia del refinamiento de la alimentación? Los hornazos medievales ya apuntan al consumo generalizado y básico de los huevos.

Hace tiempo escribí, teniendo delante cuatro clásicos, que en la cocina de los huevos habíamos retrocedido: “La mejor cocinera”, de Calleja, “la cocinera práctica”, de Picadillo, “La nueva cocina elegante española”, de Ignacio Doménech y “Nuestra cocina”, de José Sarrau, reunían, 27 recetas de huevo y 18 de tortilla el primero, del gran divulgador de cuentos, Calleja; el enorme “Picadillo” publicó, respectivamente, 23 y 25, mientras que Domenech (imprescindible también su recetario de Cuaresma) alcanzó las 51 recetas de huevos y 11 de tortilla, mientras que Sarrau se “quedó” con 80 de huevos y 18 de tortilla. Podría haber añadido los 34 de doña Emilia Pardo Bazán, pero creo que es suficiente para fundamentar que hoy de los fritos, cocidos y pochados nos cuesta salir, hasta hemos perdido el simpático huevo pasado por agua. Gracias a los reposteros y pasteleros los huevos no son una especie en vía de extinción, pero demos tiempo al tiempo.

Los huevos están ahí de siempre y en todas las cocinas. La hispanomusulmana los tenían por habituales en la mesa, dice Antonio Gázquez, un sabio de esto, autor de la “Historia de la conducta alimentaria española”, antes de hablar de los huevos ahimados o bien cocidos en los rescoldos, que era una forma habitual de comerlos. Y no sólo los de gallina, también estaban los de palomas, perdices, pavo real o de pájaros silvestres. Se consumían cocidos, o pasados por agua, duros, batidos, escalfados o rellenos, también cocidos y empanados para posteriormente freírlos en sartén, así como condimentados con aceite, almorí y ajo y cuajados en horno, o simplemente en tortilla, como aparecen en varias recetas del “Anónimo del siglo XIII”. Gracias, don Antonio por los datos.

Cuando en otra entrada he hablado del hornazo he recordado que antes de que el actual (en forma de empañada) los salmantinos tenían por plato popular del Lunes de Aguas la “Cazuela cuajada”, que se asemeja mucho al también popular relleno de cocido.

El huevo, en cocina, va desde lo más sencillo a lo más complejo, lo que hace recordar aquello del “fabuloso” Tomás Iriarte que decía “presumís en vano de esas composiciones peregrinas. ¡Gracias al que nos trajo las gallinas!”. El huevo tiene su literatura –ahí está Google—igual que tiene su arte –ahí está Dalí y algunos bodegones del Museo del Prado—y hasta su música, comenzando por Elvis Presley y su sándwich favorito, él que fue gallina de huevos de oro para su representante. También habrá un cine de huevo, claro, y no digamos cuántos huevos hemos visto en películas. Pero en esto del huevo, mirando al espejo retrovisor siempre nos quedará la mística del huevo, que, por cierto, es más que esa sensación de elevarte a no se sabe dónde cuando están ante unos huevos fritos, con patatas fritas, con pimientos fritos y unas lonchas de jamón. Alguien podría bautizar este plato con un apellido glorioso.

domingo, 31 de marzo de 2024

El hornazo, no es lo que era

 

El hornazo no es lo que era.

Ni si quiera es lo que ustedes tienen ahora mismo en su cabeza, ni lo que les espera el Domingo que viene, Domingo de Resurrección, que cierra la Cuaresma, abre el llamado Tiempo Pascual y el tiempo de los hornazos.

Luego lo veremos.

El hornazo que ustedes tienen ahora en la memoria, el que ya han visto en los escaparates de la pastelerías y hornos, el hornazo que llevan comiendo toda la vida no es tampoco el que comerán en la Pascua en otros lugares de España, ni el que se comía hace años y siglos.

Todo esto es muy raro, lo sé, y por eso quiero comenzar por el principio, dejando las cosas claras, pero también acudiendo a la Biblia.

No es que en la Biblia se hable de los hornazos, pero sí abre la puerta:

“En el principio era el verbo”.

El verbo, la palabra.

Y si una institución sabe de palabras esa es la Academia de la Lengua, que las localiza, atesora, difunde y las expone en su Diccionario.

Los salmantinos, incrédulos, convencidos de que teníamos la verdad absoluta en materia de hornazos, nunca fuimos a ese Diccionario a buscar la palabra “hornazo”, aunque sí buscásemos otras por gamberros, picaros o curiosos.

Pero la palabra “hornazo” no. ¡Para qué! Sabíamos lo que era desde la más remota infancia. En Salamanca todos nacemos sabiendo qué es el hornazo.

Yo tampoco lo hice, tampoco acudí al Diccionario de la Lengua hasta muchos años más tarde arrastrado por la devoción al hornazo y a Salamanca. Y entonces, oh, sorpresa, descubrí que el hornazo no es lo que yo creía que era.

Ahí estaba el Diccionario de la Lengua con su incontestable autoridad proclamando que hornazo es una rosca o torta guarnecida de huevos, que se cuecen juntamente con ella en el horno.

Ni una referencia a nuestras chichas y a su carácter de empanada. Ni a Salamanca.

Me indigné, sí, pero no me dejé vencer por el impacto de la notica. Al contrario, seguí adelante y leí que hornazo “era”, porque la acepción habla en pasado, agasajo que en los lugares hacían los vecinos al predicador que habían tenido en la cuaresma, en el día de la Pascua, después del sermón de gracias.

Cuando leí esto tenía claro que la cuaresma tampoco era lo que había sido y la Iglesia no tenía curas ni frailes que cubrieran todos los pueblos repartiendo sermones de cuaresma, y que tampoco se les daba, si era el caso, hornazos tras el último sermón cuaresmal.

Y menos un hornazo de aquellos citados en el Diccionario, que a mí me parecían feos, insulsos, incomibles. Una masa de harina con huevos cocidos hecha al horno. Vaya birria.

Mi curiosidad por los diccionarios y las palabras me llevó a rastrear sinónimos de hornazo encontrándome con la palabra “mona”.

Tampoco la mona era y es sólo la figurita de chocolate que los telediarios nos distribuyen en sus ediciones pre pascuales; es más, el propio Diccionario de la Academia sitúa a mona y hornazo como sinónimos, si bien insistía en que era una rosca con huevos. Pensé que, aunque la mona se vista de seda, mona se queda, y comencé a apuntar aquí y allá conceptos como “mona de Pascua”, que es costumbre –decía—comer en algunos pueblos por Pascua de Resurrección. Que la palabra mona proviene del árabe, que con ella se referían a “obsequio”. Y que había monas (y por lo tanto hornazos) por toda España y que también tenían sus nombres particulares.

Estaban las monas levantinas, las sencillas monas murcianas, las sofisticadas monas baleares (con huevos coloreados, merengue o chocolate), las monas valencianas, conocidas como panquemado, toña, pingano, fogaseta o fogaza.

Estaba la “opilla” vasca.

El rosco de Pascua de Galicia.

El bollo de Asturias.

La mona de chocolate de Cataluña.

El hornazo de Jaén, que se parecía en nada al nuestro, pero coincidía con la descripción del Diccionario.

Podríamos seguir así recorriendo la geografía del hornazo que no es nuestro hornazo, pero ya les digo que nuestro hornazo, ahora sí, el que tienen ustedes en su cabeza y les espera el Lunes de Pascua o el Lunes de Aguas, es una rareza nacional.

                 Salamanca is diferent. También en hornazo.

 

Aunque con algunas excepciones, como saben los de Ávila, Zamora, Valladolid, algún que otro pueblo de Palencia o de Cáceres.

 

Nuestro hornazo no aparece en el Diccionario de la Lengua ni en otros muchos, pero vamos a obviar este desprecio o afrenta, y vamos a fijarnos en el INVENTARIO DE PRODUCTOS AGROALIMENTARIOS DE CALIDAD DE CASTILLA Y LEÓN, editado en 2001, en el que leemos sobre el HORNAZO DE SALAMANCA que es

          “empanada de tamaño y forma diversos, generalmente ovalada o redonda rellena de huevo duro y productos del cerdo ibérico. De color dorado oscuro con incrustaciones que adornan la parte superior. Es pesado, grasiento y sustancioso. Es uno de los productos más conocidos de la geografía salmantina y su nombre siempre va asociado a dicha provincia”.

 

           ¿Podemos estar de acuerdo con esta definición?

 

           Creo que en general, sí.

 

          Hagamos una deconstrucción de esa descripción.

 

           Es una empanada. Podríamos decir que sí. La empanada ya aparece en el “Manual de mujeres” del siglo XV y era y es un espléndido método de conservación de alimentos, como el bocadillo, al igual que aparece en el “Libro de Coch” de Ruperto de Nola en 1520. A partir de aquellas sencillas “empanadas” la historia de éstas se ha complicado, sobre todo con la aparición del hojaldre y el paso de ser un método de conservación a un plato más en la mesa.

Pensemos en el hornazo como unas viandas empanadas.

Pensemos en las famosas “picas” albercanas, panes rituales, decorados y bendecidos para la protección o sanación, y pensemos en las picas como hogazas de pan con trozos de chorizo, tocino, huevo y lomo de cerdo. Y recordemos, también, cómo en Tamames el Lunes de Pascua se festeja el Día de la Torta, que no es sino tortilla empanada, metida en pan.

El hornazo va relleno de piezas de ibérico y huevos, dice el “Inventario”. Los huevos propios de la mona y las chichas ibéricas que clausuran el tiempo en el que lo cárnico y lo carnal estaba prohibido por la Iglesia, es decir, la Cuaresma.

 

Esa empanada, que es el hornazo, tiene variedad de formas y tamaños, pero también varía su decoración e, incluso, su masa, que esta hecha de harina, sí, pero aderezada con anís o azafrán, por ejemplo, también puede ser más o menos hojaldrada, ser dulce, más o menos dulce, o salada, y en cuanto a la forma también varía: hay hornazos cuadrados, redondos, ovalados, en edredón o evocando la media luna.

Detrás de estas formas hay cierta mística.

Los hornazos redondos evocan el círculo, la rosca, que no tiene ni principio ni fin, donde la muerte termina en resurrección, y vuelta a nacer, y esto, a su vez, nos lleva a la figura del huevo, elemento muy unido a la teología desde la momificación a la propia resurrección, que evocan esos huevos (vaciados, vacíos, como el sepulcro de Cristo) y decorados. Los huevos de Pascua, que los niños echaban a rodar por las eras el Domingo de Resurrección o el Lunes de Pascua. Los huevos del ofertorio al Cristo del Socorro el Lunes de Pascua en Fuenterroble. Hornazos circulares que enlazan con la definición clásica, con las monas.

Y hornazos más altos o bajos. Familiares o individuales, que solían ser obsequio de madrinas a sus ahijados, o del novio a la novia. Hornazos sencillos como una bolsa de masa dentro de la cual están los tasajos, incluido el huevo con cáscara y todo.

Hornazos, horneados, dorados como lingotes de oro.

 

Como ha escrito Luciano González Egido:

 

“cuando (el hornazo) se saca del horno la masa dorada y se deja enfriar, nada pertenece a la mente humana. Todo sobrepasa cualquier planteamiento racional. Todo entra en el reino de la magia. Al salir del horno el hornazo ha adquirido el dorado tentador y crujiente de los manjares cardenalicios. Sólo queda entregarse a la delicia de su consumo…

                                            Las raíces del árbol. Luciano González Egido.

 

 

Un dorado al que se une la decoración superficial que tiene sus antecedentes en la identificación de la pieza en el horno comunal. Como se hacía con los panes nuestros de cada día siglos atrás. Decoración para ser localizado y para generar admiración y envidia, por qué no. Decoración que hoy es una seña de identidad, aunque entra en una categoría terrible: la de la uniformidad.

Todos los hornazos de origen industrial si no iguales se parecen como dos naranjas.

 

“Es uno de los productos más conocidos de la geografía salmantina y su nombre siempre va asociado a dicha provincia” decía la definición del “Inventario” lo cual es cierto, aunque oirán hablar de hornazo en Fermoselle, Ávila, Palencia, Valladolid o Zamora, y del Día del Hornazo en algunas localidades segovianas o sorianas.

El hornazo ha pasado de ser un producto vinculado a unos escasos días del año a estar presentes todos: es pincho en los bares, merienda de cualquier día, es también regalo cuando se va de visita, suvenir salmantino, elemento promocional en ferias de turismo… Vaya con el hornazo, que sigue manteniendo su carácter de “mona”, es decir, de obsequio. Si quiere triunfar cuando va de visita, lleve un hornazo. Aunque haya perdido por el camino sus huevos tradicionales, según la industria del hornazo para minimizar el riesgo de contaminación.

Pero, a pesar de lo dicho, el consumo del hornazo tiene sus picos y estos coinciden con el Lunes de Pascua y, sobre todo, el Lunes de Aguas.

La Pascua es, sin duda, la estación de los hornazos (y por lo tanto de las monas dichosas). Como dice el refranero:

 

                     Pascua de Flores, tiempo de hornazos.

 

Y esa Pascua de Flores pongamos que comienza el Lunes de Pascua, que sigue al Domingo de Resurrección, aunque ya este día en la provincia algunos se sacuden los primeros hornazos, incluso antes, el Sábado de Gloria. Es el caso, contaba Ángel Carril, de los vecinos de Villasbuenas que al segundo de finalizar la Vigilia de la Cruz salían fuera de la iglesia, protagonizaban un ritual que se conocía como el “Calvario de la Chicha” y se zampaban el hornazo. El primero, seguramente, de la provincia.

Vamos a pensar que no era gula sino devoción por la resurrección de nuestro señor lo de estos vecinos.

 

El Domingo de Resurrección los vecinos de Villarino de los Aires acuden al teso de San Cristóbal y Ambasaguas a comer asado y hornazo. Y sus vecinos de Mieza hacen lo mismo en Carrascal. En Sobradillo era costumbre ir a La Vega y en Nava de Béjar se ofrecía hornazo de ofrenda en la procesión, se entregaban huevos a los niños y se comía hornazo.

El Lunes de Pascua, como he apuntado, el día es más hornacero. Regresan los de Villarino al Teso de San Cristóbal y los de Sotoserrano celebran el Escarnio de Judas con hornazo, claro. Hornazo presente en las primeras romerías de la temporada, como la del Niño, en Cantagallo o la procesión de la Virgen del Castillo, en Yecla de Yeltes. En Fuenterroble se subastan huevos en honor del Cristo del Socorro. Algún que otro hornazo cae siempre el Lunes de Pascua en La Alberca, donde celebran el Día del Pendón. Y como ya se ha apuntado, en Tamames, el Lunes de Pascua es Día de la Torta, empanando tortilla y dando buena cuenta de ella en el campo.

Todo santo tiene su octava, se dice, y el Lunes de Pascua lo tiene en el Lunes de Aguas, sin duda el más hornacero del año entre unas cosas y otras.

No falta el hornazo el Lunes de Aguas en las romerías de la Virgen del Buen Suceso, en Linares de Riofrío; ni en la de Nuestra Señora de los Remedios en Buenamadre, ni en otras festividades marianas con procesión de la Virgen de la Encarnación en La Orbada, de la Virgen del Castillo en Yecla de Yeltes, donde se ofrecen las primeras roscas decoradas de la temporada en la provincia, en la fiesta de la Virgen del Gozo, en Los Santos, donde se subastan donaciones de los vecinos entre las que suele haber algún hornazo; la Virgen del Mensegal es celebrada con sangría y hornazo, que también suelen estar en la Fiesta del Voto a Santa Bárbara en Villoria.

El Lunes de Aguas, además, los mozos bailan en las aguas del río Alaraz al Cristo del Monte y a Nuestra Señora de las Nieves. Un baile que de alguna forma enlaza con esas “aguas” que acompañan el nombre de este lunes, que es fiesta del Cristo de las Aguas en Vega de Tirados. Dos citas con hornazos, como lo es el Día de Trago en La Alberca, que coincide con el Lunes de Aguas. Los casados en el año invitan a vino en unos vasos rituales bien custodiados en el Ayuntamiento y luego dan cuenta del hornazo.

El hornazo invade el Lunes de Aguas toda la provincia. Haya o no romería, cristo o virgen que celebrar, o cualquier otra tradición, aunque si usted sale por esos mundos de dios y pregunta por el Lunes de Aguas le hablarán de Salamanca, la capital, de los estudiantes, las putas y el hornazo. Así está fijado ya en el imaginario de la capital, y sin ánimo de hacer ningún revisionismo sí convendría plantearnos ciertas cuestiones porque el Lunes de Aguas salmantino tiene aún muchos lugares oscuros.

Sabemos que en Salamanca hubo también, como en otros lugares, una casa de mancebía, con la que se pretendía tener organizada y controlada la prostitución. Y que, según el reglamento de dicha institución, el Miércoles de Ceniza sus trabajadoras estaban obligadas a dejar de prestar sus servicios. Probablemente, para evitar males mayores y buscar algún arrepentimiento, aquellas mujeres eran desterradas a otro lugar evitando así las tentaciones y buscando mediante sermones de aparato cargados de amenazas su arrepentimiento. Este destierro finalizaba la octava del Lunes de Pascua cuando aquellas mujeres podían volver a la Casa de la Mancebía y ejercer, no sin antes someterse a un último intento del predicador de turno en la misa correspondiente en la ciudad, lo cual exigía pasar las aguas, es decir, cruzar el Tormes, y hacerlo por el Puente, que es a lo que seguramente se refiere el estudiante del siglo XV Girolamo de Sommaia cuando anota en su diario “di di pasar las aguas”, día de pasar las aguas.

Esto es verosímil pero no contamos con todo lo necesario para decir que fuese así.

En el imaginario se ha establecido un cortejo de barcas engalanadas con ramas –de aquí, quizá lo de “rameras”—que remontaba las aguas del Tormes en medio de gran jolgorio en el que tenían papel destacado los estudiantes trasladando a las prostitutas a su lugar de trabajo. Esto sería lo que podría haber detrás del “Di di pasar las aguas”, ignorando el importante papel entonces de la vigilancia de la moral tras la cual estaba muy atenta la Iglesia y sus inquisidores.

Como digo, al rompecabezas le quedan muchas piezas por colocar y desgraciadamente no aparecen.

Y es posible que no lo hagan.

El mito está ahí y hoy está ampliamente fijado en la sociedad.

El caso es que aquel Lunes de Aguas era y es especial. Podría decirse que era la tercera entrada de Salamanca en la primavera después de la entrada oficial en ella el 20 de marzo y canónicamente el Domingo de Resurrección, y que esa tercera entrada, la del Lunes de Aguas, estuviese marcada por el reencuentro con la naturaleza renaciente tras el invierno, expresada en campos floridos y aguas corriendo por arroyos y ríos, como el Tormes. Un reencuentro también con la libertad de comer sin la dieta cuaresmal impuesta por la Iglesia: viva lo carnal, viva lo cárnico, y rienda suelta a todos los sentidos. Y ahí estaba el hornazo.

               ¿de verdad estaba ahí el hornazo?

El hornazo como ofrenda al predicador, sí, porque hay literatura que lo avala, pero el hornazo como merienda y como lo entendemos los salmantinos ya es otra cosa.

En el siglo XVII se escribe “Entremés de gorronas”, pieza anónima en la que se habla del Lunes de Aguas

 

                 Riñen las gorronas

                 Con sus galanes

                Y al paso de las aguas

                 Hacen las paces.

 

Se dice en él, aludiendo a los estudiantes y amantes, y a ese ambiente “puteril” que aún hoy marca el mito del Lunes de Aguas. Sin noticias del hornazo.

Entre los siglos XVI y XVII, concretamente entre 1754 – 1817 vive Juan Meléndez Valdés. Una parte de esos años los pasó en Salamanca de estudiante, donde cultivó la poesía y fruto de ese cultivo son algunas referencias a parajes salmantinos como el Zurguén y a fiestas como el Lunes de Aguas, por ejemplo:

 

A la gran borrachera Del Lunes de las Aguas, Primera fiesta de Baco de nuestra Salamanca, y solemnidad ilustre que ella tan solo guarda en todas las aldeas que el claro Tormes baña, donde salirse suele a la campestre estancia con opíparas mesas de corderos de Pascua, y en espumantes copas del nieto de las parras dar a la primavera mil bacanales salvas (……) a cuál más desvergüenzas mostrando en sus palabras que francas de sí mismas a nada se negarán.

 

        Detalle muy interesante de esta crónica del Lunes de Aguas es la ausencia de nuestro hornazo y la aparición en escena, esa fiesta, de “corderos de Pascua”, que podría indicarnos que era lo que tradicionalmente se comía en tan señalada fecha. Asados.

 

Si avanzamos un siglo y nos emplazamos en el siglo XIX encontramos a Francisco Fernández Villegas, alias ZEDA, ilustre periodista y cronista, que vivió entre 1856 y 1916, autor del libro SALAMANCA POR DENTRO en el que habla de Salamanca y lo hace con conocimiento de causa porque nuestro ZEDA llegó a Salamanca de niño y terminó en ella su carrera de Filosofía y Letras. El 22 de diciembre de 1891 dirige una carta al gastrónomo Ángel Muro, entonces figura de la gastronomía española, que al cabo de los años aparece publicada en el libro Escrito Gastronómicos de Ángel Muro. Hablo de 2002.

 

Escribía en 1891 don Francisco del Lunes de Aguas:

 

Al primer lunes, después de la semana de Pascua de Resurrección, se le

da en Salamanca el nombre de lunes de aguas. Aquel día la gente del

pueblo se esparce, o bien por la Aldehuela, dehesa próxima a la capital,

vasta llanura (la dehesa, por supuesto) que aquí y allá asombran tupidas

alamedas y de trecho en trecho encinas de ancha copa, o por las

choperas que se extienden a la margen derecha del Tormes o por las

frondosidades de la huerta de Otea. Algunas familias se deciden a pasar

el puente con el fin de solazarse en la pradera del Zurguén, cantado, lo

mismo que el Otea, por los poetas de la escuela salmantina del siglo

XVIII, y muy particularmente por Meléndez Valdés e Iglesias de la Casa.

En unos y en otros lugares, grupos de artesanos con sus mujeres e hijos

meriendan alegremente su gran cazuela cuajada, plato tradicional, cuya

base la forman los castizos garbanzos y cuyos relieves los constituyen el

sustancioso chorizo del país, la oronda morcilla, el jamón, el lomo y

otras no menos sabrosas golosinas.

No hay que decir que tan suculento guiso es regado con el tinto de Toro,

el clarete de Hervás o con el blanco de la Nava o de Alaejos. Terminada

la merienda no falta aficionado que rasguee la guitarra, puntee la

bandurria o estire y encoja el acordeón, mientras mozas y mozos hacen

la digestión de lo merendado, jaleando sus cuerpos con los acompasados

vaivenes del schotis o de la polca.

 

Supongo que habrá llamado la atención esa cazuela cuajada, calificada de plato tradicional, cuya receta, ofrecida por el mismo escritor es la siguiente:

 

Bátase media docena de huevos, mézclense con lo batido algunos

(pocos) garbanzos cocidos, perejil, picadillo muy menudo de pechugas

de aves, de jamón y de ternera, hágase con todo ello una especie de

tortilla y póngase a freír en una cazuela, en la que se habrá derretido

previamente un cuarterón de manteca. Al cabo de quince minutos

retírese del fuego y déjese enfriar.

La tortilla cuajada estará entonces en

su punto.

El plato no es de los más delicados, pero en cambio es muy sabroso y

Nutritivo.

                                         Escritos Gastronómicos. Ángel Muro.

 

Es muy posible que ese plato tradicional del Lunes de Aguas del siglo XIX, o de las meriendas campestres en general, les recuerde el popular relleno del cocido.

 

Pocos años más tarde de fallecer, en 1916, Francisco Fernández Villegas, se publica, en 1929 la primera guía gastronómica española de la mano de Dionisio Pérez, alias Post Thebussen, confeccionada a partir de colaboraciones de figuras locales que aportan sus conocimientos. En el caso de Salamanca es el director de EL ADELANTO, Mariano Núñez Alegría, que se despacha así con el hornazo:

 

Plato típicamente de la ciudad de Salamanca es el hornazo, que es una especie de torta de Pascua, hecha de pasta de pan o de hojaldre, como una gran empanada en la que dentro se coloca chorizo, jamón,huevos cocidos y hasta trozos de aves. La particularidad es que se come tradicionalmente el llamado Lunes de Aguas, o sea, el lunes siguiente al de Pascua de Resurrección, día que si hace buen tiempo todas las familias salmantinas meriendan en el campo.

Esto tiene una tradición corriente, que es esta: en los antiguos tiempos universitarios, el Miércoles de Ceniza los bedeles encargados de la Casa de la Mancerías (sic) confinaban en el inmediato pueblo de Tejares a las mujeres “non sactas” a quienes iban a despedir los estudiantes jaraneros, y el Lunes de Aguas salían los mismos estudiantes a recibirlas”.

 

 

 

                                        Guía del Buen Comer Español. Dionisio Pérez,                Post-Thebussen 1929.

 

 Ya tenemos al hornazo –tal y como lo conocemos hoy—en el Lunes de Aguas. Estamos a principios del siglo XX.

 

 

En 1930, Enrique Esperabé de Arteaga, en su libro “Salamanca en la mano”, deja claro que el hornazo salmantino es lo que todos aquí tenemos claro qué es:

 

“Unos y otros, señores y plebeyos, hacen honor al clásico hornazo, un pan grande, de elaboración especial, relleno de jamón, chorizo, carne o huevos duros”.

 

                               “Salamanca en la mano”. Enrique Esperabé de Arteaga.

 

Todo un premio Nobel, Camilo José Cela, citaría en ese siglo XX al hornazo en su libro “Cajón de sastre” al escribir:

 

Tras la tempestad del calderillo vino, para que nada faltare, la galerna de hornazo, el pan que levanta muertos y mata vivos, precursor de la calma chicha del derrotado, del hombre que llega al postre sin poder hablar y teniendo que hacer acopio de todas sus fuerzas y de sus resoplares para toda la digestión.

                                                 Cajón de Sastre. Camilo J. Cela.

 

Llegamos así a este siglo, siglo XXI, con todo un fenómeno editorial francés, Bernard Minier, exitoso escritor de novela negra ambienta en Salamanca parte de su novela “Lucía” en la que cita a nuestro Lunes de Aguas.

“Es una tradición que se remonta al siglo XVI. El rey Felipe II, que era muy piadoso, ordenaba expulsar a las prostitutas de la ciudad de Salamanca durante la Semana Santa. Las desterraba al otro lado del río. El lunes siguiente, concluida la Semana Santa, el Padre Putas…así lo llamamaban…era el encargado de volverlas a traer a la ciudad, pero ellas debían atravesar el río en barca. No podían pasar por el Puente Romano, porque vivían en pecado. De ahí viene la expresión Lunes de Aguas”.

 

                                                              “Lucía”. Bernard Minier.

Los salmantinos hemos tenido en época contemporánea dos diarios, El Adelanto y La Gaceta. El Adelanto desde finales del XIX y La Gaceta desde los años 20 del siglo pasado. En algún momento han aparecido otros diarios, como La Voz de Castilla en la época de la Dictadura de Primo de Rivera, o Tribuna de Salamanca en la década de los ochenta.

De los diarios de entonces El Adelanto escribió del hornazo y el Lunes de Aguas más que La Gaceta, quizá porque detrás de este se encontraban fuerzas conservadoras muy cercanas a la Iglesia. Llama la atención un artículo de los años cuarenta de El Adelanto en el que dice:

             “cada cosa tiene su hora precisa. Y ha sonado, señores, la hora del hornazo. No vamos a descubrir –ni lo intentamos siquiera—la historia del hornazo. Una tradición.

               Que viene de prole en prole”.

 

            No entra en la historia porque, lo deja claro después, la desconoce. No se conoce, pero se lanza:

             “el área de dispersión del hornazo llega a todos los lugares de la Península, aunque la denominación es distinta”.

             

             Y asegura que en León se llama empanada. En Murcia mona. Pastel de Pascua de Resurrección es otra denominación citada.

             El hornazo, sigue, “está construido en primer lugar por una masa de pan muy trabajada, de fina harina, que proporciona una excelente suavidad al paladar. Ya de por sí esto descubren un gran avance en la civilización. El pan, alimento primitivo, cosa simple, se junta a otras sustancias para constituir un alimento complicado y completo que admite las más extraordinarias fantasías culinarias y que se revela con perfección del gusto, de gran trascendencia”.

             En esa época el precio del hornazo iba de una a veinticinco pesetas según la calidad y cantidad.

 

             Un dato que me llama la atención lo extraigo de LA GACETA de 1939 cuando se dice: “Las márgenes del Tormes se vieron salpicadas de grupos devotos del clásico hornazo”.

 

              En LA GACETA de 1963 se habla también del Lunes de Aguas después de años de discreción:

 

           “La tradición sigue apenas el tiempo lo permite. Ayer fue el famoso y picaresco Lunes de Aguas de honda raíz popular y escolástica. De hornazo y de tinto. De tortilla y alameda… Los picos pardos se fueron al montón del olvido, quedaron lejos, y para ir a su encuentro ya no es preciso pasar el río. De toda esa vieja y celestinesca historia queda el hornazo. Nuestra empanada hoy metida en simples sabores de confitería pero que conserva sus devotos de bota y gaseosa y aún de cosas-colas”

            Y añade:

         “Uno, por viejo, recuerda los buenos tiempos en que la tarde del lunes de aguas era fiesta total y no había salmantino que se quedara sin tortilla u hornazo, comido bien en las eras de las carmelitas o en la Chopera. Con estos predios bastaba a una Salamanca pequeña, entrañablemente provinciana y orgullosamente pobre”

            Y remataba don Alfonso Hortal que esa Salamanca, entonces, en 1963 se tenía que ir muy lejos a comer el hornazo.

 

         Personalmente creo que es a partir de los años setenta cuando el Lunes de Aguas y el hornazo comienzan a abrirse un hueco grande, importante, en la prensa local hasta llegar a nuestros días.

 

         Con anterioridad a la Guerra Civil el periodismo tenía mucho de literatura. La literatura se ha hecho eco del hornazo, pero no del nuestro sino de aquel que citaba Tirso de Molina: “los hornazos de güevos que dan por Pascua” o aquel otro de Lope de Vega en “Peribáñez”: “Eres entre mil mancebos hornazo en Pascua de Flores con sus picos y sus huevos”. Nuestro Nebrija hablaba de “hornazo de huevos” y Juan Valera en “Doña Luz” de “chocolate con hojaldres, empanadas y hornazos”.

        Menos mal que Matías García, el llamado “cura poeta”, en su libro “El país charro” escribió:

 

“En las casas de los ricos

Qué empanadas me sirvieron

Empedraditas de lomo

Estrelladitas de huevos”.

 

                                                           “El país charro”. Matías García.

          Esto ya nos suena más.

 

         Tiene razón Julio Valle Rojo cuando afirma que “casi todo lo más importante para el pueblo llano se desarrollaba en torno a la comida”, afirmación que podríamos enlazar con el clásico “de la panza sale la danza”.

 

         Hace años el cantante folclorista salmantino Gabriel Calvo grabó un disco dedicado al Lunes de Aguas con textos de Rosa Lorenzo, Jacobo Sanz, Santiago Juanes o Antonio Sandoval. Una de las canciones (Hoy es el Lunes) dice en el estribillo que el Lunes de Aguas “se come hornazo, se canta y baila”. En otra (El Lunes de Aguas) se proclama que “hoy es el Lunes, Lunes de Aguas, hornazo y vino, de horno y pitarra. Que baile el charro, la charra guapa”. Y en otra (Pasacalles del Padre Putas” evoca aquella casa que “la llaman de mancebía, jardín de la delicia, donde moran los pecados”.

         No tengo muchos datos de la presencia del Lunes de Aguas en el cantoral tradicional salmantino más allá de aquello recogido por Pilar Magadán en Villasbuenas:

           

“El hornazo de las mozas

Ya está puesto en el altar

Ahora falta el de los mozos

Que lo vayan a buscar.

El hornazo de los mozos

Ya lo fueron a buscar.

Ahora llaman a las mozas

Para que salgan a bailar”.

 

 

 

 

         Del folclore de Sotoserrano es otra copla que dice:

 

La bollita de Pascua

No me la diste

Los dulces de San Marcos

Ya los comiste.

 

        En Tremedal de Tormes se le ofrece a la Virgen un hornazo en la madrugada del Domingo de Pascua de Resurrección y se le cantaba:

 

El hornazo te traemos

Poquito y de buena gana

Os lo traemos las mozas

Nos lo han dado las casadas.

 

        Del cancionero de Hinojosa de Duero es la copla que afirma:

 

El que quiera divertirse

Y gastar poco dinero

Que se venga a los hornazos

De Hinojosa de Duero.

Hinojosa es la localidad más hornacera de Salamanca con su Jueves Lardero o sus tres salidas consecutivas de Pascua (Domingo, lunes y martes) con hornazo en la cesta. Y creo que hay alguna más.

 

Termino.

 

Ángel Rufino de Haro, Mariquelo, me envió en cierta ocasión un poema de los suyos dedicado al Lunes de Aguas en el que se dice en un momento:

 

Y como en esta mi tierra

Si algo se ha de celebrar

En lo primero que piensan

Es en algo para jalar.

Se preñaron una hogaza

Con lo mejor del cochinillo

Salchichón, chorizo y lomo

Y el jamón con su tocino.

 

                   Quizá entre el hornazo que fue y el hornazo que es, hubo un pan abierto por la mitad y preñado de carne, en el que vio un cocinilla de la época una empanada al horno.

Un género, por cierto, con mala prensa en el Siglo de Oro, a lo que contribuyó Quevedo, porque uno, al final, no sabe qué hay dentro de esa empanada.

 

Para mortificar a los carniceros, Quevedo se despachó con aquello de:

Con poco temor de Dios

Pecaba el pastel de a cuatro,

Pues vendía en traje de carne,

Huesos, moscas, vaca y caldo.

 

                 También don Diego, en otra ocasión, escribió:

 

“parecieron en la mesa cinco pasteles y tomando un hisopo, después de haber quitado los hojaldres, dijeron un responso con un réquiem aeternam por el ánima del difunto cuyas carnes eran aquellas”.

 

                    En el Madrid del Siglo de Oro algún conocido mesón lo era también por su empanada de ahorcado, y no entremos en detalles.

 

                    Acertó el que convirtió el empanado en empanada, de tal manera que hoy también se nos conoce por esa empanada que es nuestro hornazo, santo y seña de nuestra gastronomía, que, aunque no hable de él nuestro Diccionario de la Lengua, ya está en libros, guías gastronómicas, recetarios, wikipedias, redes sociales, hablan de él los influencers, también la televisión y hasta fuera de nuestras fronteras al hablar de Salamanca se habla del hornazo. No del que fue, aquel de picos y huevos, el que Fray Gerundio recolectaba con el alguacil por las calles, tras terminar los oficios de Cuaresma, sino del que es. El hornazo que igual acompaña un vino en la barra de un bar, que embellece una merienda junto a la chimenea o una encina, el que abre las puertas a la visita o el que enciende la nostalgia del salmantino ausente de su tierra. Ese hornazo que en un pueblo sabe de una manera y en otro, de otra. Ese hornazo que es una cuerda que ata a familiares y amigos, y que llegó también hasta Santa Teresa, que en una de sus cartas asegura que tenía cierta idea “en hornazo”.

Pues “en hornazo” tenemos ya el nuestro camino de la Pascua con parada obligada en el Lunes de Aguas.

 

(Conferencia pronunciada el Miércoles Santo 27 de marzo de 2024) 

                 

 

 

 

 

martes, 13 de marzo de 2018

La cocina del estudiante salmantino



(texto de la conferencia pronunciada en el Casino de Salamanca el 13 de marzo de 2018)

“Si la sarna y el hambre no fueren tan unidas a los estudiantes, en las vidas no habría otras de más gusto y pasatiempo”.
Esto fue escrito por Miguel de Cervantes, así que ya para entonces el hambre estudiantil estaba a la orden del día. Un hambre, caricaturizada por Quevedo en El Buscón, entre otros autores.
Un hambre, que aun siendo de ficción en algunas obras no era sino el reflejo de lo que estaba pasando en la realidad.
Sebastián de Horozco, al que citaré aquí en alguna ocasión más, dejó escrito un poema entre la sátira, la caricatura y el impresionismo que comienza así:
“Yo os quiero, señor, decir
Qué es la vida pupilar
Y espantaros estaréis de oír
De cómo puede vivir
El triste del escolar”.



Y a pesar de toda esta tristeza de la vida del escolar, ese mundo estudiantil fue deseado. Sobre todo por quienes no lo conocieron y encontraron en él un punto romántico.
Aquí, en Salamanca, en un homenaje a Gabriel y Galán, Emilia Pardo Bazán deseó públicamente “por arte de hechicería, dejando el camino del tiempo transportarse a la Salamanca de entonces” para no perder “las escenas de aquella alegre y democrática confraternidad escolar, el modo de vivir de los diversos estudiantes…y entre esta patulea, despierta, de roja sangre, destacanse los tunos y sopistas, de goliardesca memoria, dedicados a la rapiña o sostenidos por la bazofia conventual”.
 Porque fueron, aquellos, tiempos de hambre, y el hambre era común a los estudiantes.
En El Buscón de Quevedo es citado lo que se proclamaba tras las novatadas a los nuevos escolares: “Viva el compañero y sea admitido en nuestra amistad. Goce de las preeminencias de antiguo, puede tener sarna, andar manchado y padecer el hambre que todos”.

Padecer   el hambre que todos.


Aquí está la clave.



               El hambre, la cantidad de hambre incluía en una categoría u otra a los estudiantes, como veremos. No era lo mismo el futuro Conde Duque de Olivares, que llegó a Salamanca de escolar con un séquito que incluía jefe de cocina y repostero, que un sopista de la época que hacía guardia para beber la sopa boba.

Sin ir más lejos, el propio Calderón de la Barca, se dice que fue “gorrón” en Salamanca.

Luego hablaremos de él.

No se entiende la historia de la Universidad de Salamanca --sus ochocientos años de vida—sin la figura de los estudiantes, de hecho, una forma de abordar la historia de la institución es, precisamente, a través de ellos: los estudiantes.

De igual manera, también la figura del estudiante universitario salmantino puede tratarse desde diversos puntos de vista. Por ejemplo, el de sus derechos y deberes a lo largo de la Historia. También los contenidos académicos y su manera de impartirlos. O sus costumbres y modo de vida, que tanto han cambiado a lo largo de esos ocho siglos.
 Dentro de este apartado es donde he situado lo que quiero contarles esta tarde: la cocina del estudiante, del colegio al piso. Porque comer era una necesidad, ya fuese en el colegio o el piso donde se vivía… y vive.

Que luego se comiese… Ya es otra historia.

Al principio de los tiempos universitarios salmantinos, los tiempos del Estudio, cuando las aulas se encontraban en el claustro catedralicio, sus alumnos eran clérigos, y los estudios estaban dirigidos fundamentalmente hacia la religión. Entonces, el asunto del alojamiento y la comida no planteaban demasiados problemas: Dios proveía. O más bien la Iglesia. Y la nobleza.
Pero a medida que el alumnado fue secularizándose el asunto del alojamiento y la comida fue cambiando y poniéndose muy interesante.

Es preciso recordar que una de las razones por las que Alfonso X El Sabio confirma la elección de Salamanca es por sus buenos aires, hermosas salidas y su despensa, por estar bien abastecida: “De buen aire et de fermosas salidas debe ser la villa do quieren establecer el estudio…et otrosi debe ser abondado de pan et de vino et de buenas posadas en que puedan morar et pasar su tiempo sin grant costa…” (estudiantes y profesores).


Salamanca era con anterioridad punto de encuentro entre la cultura ganadera del sur de la provincia y la agrícola del norte.

Quizá ese mercado estuvo en el origen de su elección como sede del Estudio y la Universidad como han sugerido, entre otros, el cronista universitario Lamberto de Echeverría.

Así, pues, despensa no faltaba en Salamanca, cuyo mercado abarcaba las actuales plazas del Poeta Iglesias, del Peso, del Ángel, de San Julián, la del Mercado, la del Corrillo y la Plaza Mayor, formando toda ella lo que se conocía como Plaza de San Martín, a lo que habría que añadir lo que no pasaba por ese mercado y entraba directamente en conventos y colegios desde el punto de origen.

Un mercado que se incrementó en todos los sentidos a medida que la Universidad de Salamanca iba creciendo y se le iba reclamando más cantidad y variedad.

Allí estaban los veedores colegiales encargados de la compra, las amas y los dueños de los pupilajes, posaderos y mesoneros, eligiendo y regateando precio, pero también pícaros y ladrones aprovechando su oportunidad.

Un mercado, por cierto, muy bien regulado desde los tiempos del Fuero de Salamanca, incluso con su propia oficina de información al consumidor, que era el Peso Oficial, de donde proviene el origen de la denominación de Plaza del Peso.
Pero también hubo otros controles: por ejemplo, el precio del vino llegó a estar intervenido para que no le fuese gravoso a los estudiantes. Y para ello se tasaba al precio de Zamora. Así se evitaba la especulación y la inflación, además de problemas de orden público.
También, a medida que la Universidad de Salamanca crecía en prestigio se iban levantado edificios para las órdenes religiosas que querían estar cerca del conocimiento o protagonizarlo o manipularlo.
Se crearon colegios mayores y menores por parte de nobles y clérigos influyentes.
Y al margen de todo ello fueron fundándose alojamientos para los estudiantes, en algún caso fomentados por la propia Corona: Juan I liberaba de alojamientos a las posadas donde morasen maestros o escolares, y los beneficios de matrícula alcanzaron a los dueños de casas estudiantiles y a los ajetreadores de víveres, según cuenta García Mercadal en su imprescindible libro “Estudiantes, sopistas y pícaros”.

De esta forma, además de colegios, encontramos pupilajes, gobernaciones, mesones y posadas, repúblicas y compañías y pisos de estudiantes.
En el pupilaje encontramos una casa que vigila un “pupilero”.
Tenían fama de austeros, tanto que se les hace caricatura en El Buscón de Quevedo, y tampoco gozan de buena prensa en otros escritores, aunque no era en todos los casos igual. Es más, los pupilajes estaban sometidos a un control de la Universidad de Salamanca mediante visitas de inspección, así que estaban reglamentados.
A su frente solía estar un bachiller que hacía de tutor. Acogían a estudiantes de entre 15 y 23 años, algunos de tan buena posición que contaban con criados propios.
El propio Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la Lengua describe al pupilo como aquel que está a las órdenes de su bachiller, “que les da lo que han menester para su sustento y gobierno por un tanto, y a esta casa llaman pupilaje”.
Era una modalidad perfectamente regulada; ordenanzas de 1538 exigen de los encargados de los pupilajes que tuviesen más de 23 años, fuesen estudiantes cuerdos y de buenas costumbres, al tiempo que les exigía una dieta en la que no faltase una libra de carne a cada pupilo, media en la comida y la otra en la cena, así como pan sazonado.
En las llamadas gobernaciones se acordaba con una persona lo relacionado con el alojamiento, desde la cocina a la limpieza o las compras. Eran, en realidad, un grupo de estudiantes quienes alquilaban una casa, como hoy, aunque encargaban su comida y su servicio a otra persona.

Recordemos cómo en el Lazarillo de Tormes, este cuenta que su viuda madre se vino a vivir a la Ciudad desde Tejares, alquiló una casilla y “metióse a guisar de comer a ciertos estudiantes”.
Mesones y posadas también alojaron a estudiantes, con derecho a estancia y comida.
De nuevo, la propia madre de Lázaro sirvió en uno de ellos, el Mesón de La Solana, situado donde hoy se encuentra la cafetería “Las Torres” y cabe recordar que la Universidad de Salamanca tenía mesones vinculados a ella, como el Mesón del Estudio, junto al Puente Romano.
Y en cuanto a las repúblicas, eran lo que hoy llamaríamos un piso de estudiantes si bien en Portugal, en la Universidad de Coimbra, se las asocia más a una fraternidad americana.
En cuanto a la comida de los pupilajes, Luis Enrique Rodríguez, el gran estudioso de este asunto nos dice que “El pan resulta preceptivo en todas las comidas y no así el vino, que apenas aparece mencionado. La comida consta de un principio de fruta del tiempo. En algunos casos puede seguir algún asado, como solomo de puerco, torreznos lampreados o longaniza; o bien un platillo de caldo de nabos o repollo o cardo o potaje. La olla es constante, incluyendo carnero cocido y a veces algo de vaca, tocino y alguna verdura o nabo. El postre vuelve a consistir en fruta.


Y en cuanto a la cena, consta también de un principio y un postre de fruta. Puede seguirle un platillo de ensalada de lechuga o escarola, o bien de zanahorias o cardo. A continuación carnero cocido, guisado o en gigote, o bien cabrito o albondiguillas”.

A la vista de ello, no se comía nada mal en los pupilajes, quizá por miedo a la sanción tras una visita administrativa de la Universidad de Salamanca, que acarreaba penas muy duras.

Cabe recordar el retrato que Quevedo hace del pupilaje de Cabra, que regentaba uno en Segovia en el que el hambre campaba a sus anchas: “Me asusté cuando advertí que todos los que vivían en el pupilaje de antes estaban como leznas, con unas caras que parecía se afeitaban con ungüento. Se sentó el licenciado Cabra y echó la bendición. Comieron una comida eterna, sin principio ni fin. Trajeron caldo en unas escudillas de madera, tan claro, que al comer, peligraría Narciso más que en la fuente. Noté el ansia con la que los macilentos dedos se echaban a nado tras un garbanzo huérfano y solo, que estaba en el suelo. Decía Cabra a cada sorbo: Cierto que no hay tal cosa como la olla, digan lo que dijeren; todo lo demás es vicio y gula”.





En otro momento: “Repartió a cada uno tan poco carnero, que, entre lo que se les pegó en las uñas y se les quedó entre los dientes, pienso que se consumió todo, dejando descomulgadas las tripas de participantes. Cabra los miraba y decía: -Coman, que mozos son y me huelgo de ver sus buenas ganas”.

Es, ciertamente, una caricatura, pero sospecho que algo de verdad había de ello.

Volvamos a Sebastián de Orozco cuando relata la llamada a la mesa a los estudiantes por parte del pupilo:

“pues a la mesa sentados
Las tripas cantan de hambre;
Póneles a los invitados
Los manteles tan cagados
Que hieden bien a cochambre”.

No menos intenso es el relato de Bartolomé Palau. En su Farsa llamada salmantina retrata la situación de encontrarse sin dinero y tener que empeñar lo poco que tenía: libros, chamarras, manteles, mantas…
Y es que los gastos, eran muchos como él mismo nos dice:
       

“En esto medio pasamos
        Entre las putas y amigos,
        Si comemos pan e higos
         No poco nos alegramos”

        Los empeños a los que se refiere Bartolomé de Palau tenían lugar en la calle Serranos, en las mismas tiendas en las que se adquirían al principio de curso. Era el gran almacén de los estudiantes de la época. En todo hay engaños sino es en la Calle de Serranos, dejó escrito en sus refranes y dichos el maestro Correas.

        Alrededor de los citados higos como último recurso alimenticio de los estudiantes hay un apartado maravilloso en el libro de Luis Cortés Vázquez, La vida estudiantil en la Salamanca clásica. Baste decir que era más frecuente de lo que nos imaginamos.







Nuestro amigo, Sebastián de Horozco, no se olvida de ello en su relato del hambre de los estudiantes en los pupilajes:

        Y aún se les hace bodigos
        Masados con mantequillas
        Y luego entre dos amigos
        (comen) un plato con sendos higos
        O en invierno, seis pasillas.

Y si aquellas escudillas del Dómine Cabra de Quevedo traían un caldo transparente como el agua, el de Bartolomé Palau era algo parecido:

        “El cocinado
        Yo os juro, por Dios sagrado,
        Que os podéis en él lavar
        Y en caso necesitado
        Podéis muy bien bautizar”.




Pero el comer era algo que se tomaban muy en serio los estudiantes, hasta el punto de agredir de todos los modos posibles a una mujer que vendió carne en mal estado, como relata Villar y Macías cuando habla del siglo XVII salmantino.
 Lo que choca con aquella idea de Pedro Chacón de que “Con ser todos mozos, y los más, nobles y principales y ricos de las tierras de donde cada uno es natural, con todo eso se halla en ellos toda la buena conciencia, condimento, llaneza y buen trato que se puede desear; tanto que desde muy lejos se conoce el que se ha criado en este estudio”.

Quizá sea bueno recordar que no todos pensaban igual: Vicente Espinel en La vida del escudero Marcos de Obregón dice de la sociedad estudiantil que “era fácil de moverse por cualquier alteración”, algo que pudieron comprobar las autoridades y los salmantinos en numerosas ocasiones.

La fama del hambre nos precedía y hacía famosos: Juan de Mal Lara en su Filosofía Vulgar cita las sopas de caldo aguadas y asegura que “no hay quien mejor lo entienda que amas y pupilos de Salamanca, porque las unas las hacen y los otros las padecen”



Además de Pedro Chacón, Cervantes también hace su particular retrato de los estudiantes salmantinos en su Tía Fingida: “gente moza, antojadiza, arrojada, libre, liberal, aficionada, gastadora, discreta, diabólica y de humor”. O no, porque muchos de ellos acababan sus días en el Hospital del Estudio tras pasar por la calle Desafiadero para saldar cuentas con el acero. O en la propia cárcel si eran pillados con las manos en la masa.
Ese Hospital del Estudio o de Santo Tomás, hoy Rectorado, era también un espacio de caridad estudiantil para los escolares más pobres.
El hambre acucia el ingenio y hace temerario al más tímido, así que puestos a lo peor, como relataba Rojas Zorrilla:
        “De noche se va al mercado,
        Si no hay otro mal que hacer,
        En otro traje a correr
        Asadores de adobado”
       
        Pero con frecuencia, como recuerda Cortés

        “Cuando un estudiante llega
        A la esquina de una plaza
        Dicen las revendedoras
        ¡fuera ese perro de caza!

        Esta mala fama del estudiante quedó resumida bondadosamente en aquella expresión de Alarcón en La verdad sospechosa: “Hace la edad su oficio”. Pues claro.

Pero también la procedencia: George Haley en su libro Diario de un estudiante de Salamanca”, estudio inspirado en el diario de Girolamo de Sommaia, recoge datos de este que hablan de “algarazas estudiantiles”.

A veces eran de andaluces de Cazorla contra los de Écija, otra los extremeños contra los vizcaínos, “pero cuando la justicia real amenazaba con abrogar el fuero los estudiantes, las naciones olvidaban sus pendencias para unirse contra el adversario común”.
        Alguna vez, esas algarazas tuvieron que ver también con la comida y la bebida.
Porque el hambre era mucha: regresemos a nuestro amigo Sebastián de Horozco para comparecernos de aquellos estudiantes:

        “como piedras de cimientos
        Son los panes que les dan”.

        En todo tiempo, ayer y hoy, y probablemente mañana, los estudiantes han sabido salir adelante, ganarse la vida, conseguir sobrevivir. De esta necesidad extrema salieron los sopistas.
       
         Según Wikipedia:
    
        Los sopistas eran estudiantes universitarios sin recursos económicos que rondaban bares y tabernas entregando su música y simpatía a cambio de un humilde plato llamado sopa boba. Aparecen con las primeras universidades españolas en el siglo XIII. También se extendieron al resto de Europa, donde fueron conocidos como goliardos.
        En España la tradición se siguió manteniendo hasta nuestros días. A partir del siglo XVI se les conoce bajo el nombre de tuno y se organizaron formando agrupaciones conocidas como tunas.
       El término "sopista" es un doble sentido entre la referencia a la citada sopa boba y la semejanza fonética con la palabra sofista, filósofo de la Antigua Grecia que se servían de la retórica y el silogismo en sus juicios.

        Sebastián de Covarrubias, en su Tesoro de la Lengua define al sopón o sopista como “La persona, que vive de limosna, y va a la sopa a las casas, y conventos. Dícese regularmente de los Estudiantes, que van a la providencia, y á pié a las Universidades".



       

En algún sitio he leído que estos sopistas, que cambiaban ingenio por sopa, llevaban siempre encima una cuchara para no perder ninguna oportunidad.
       
Hay un relato poco conocido de Diego de Torres Villarroel, titulado Los sopones de Salamanca en el que se cita a cuatro de ellos que, según el autor, iban a “perder un año a Lisboa, confiados en el bodrio de las porterías frailescas, que son la mesada y letra abierta de los perdularios y tunantes”.

Aquí están aquellos tunos y sopistas de la Pardo Bazán, dedicados a la rapiña o sostenidos por la bazofia conventual.
       
Bodrio es –según el Diccionario de nuestra Lengua--: “caldo con algunas sobras de sopa, mendrugos, verduras y legumbres, que de ordinario se daba a los pobres en las porterías de algunos conventos. Bodrio es, también, un guiso mal aderezado”.
       

También los sopistas encontraban su sustento en la caridad de colegios, como el del Pan y Carbón, donde por caridad les daban, además de comida, un “cortadillo para coger el sueño”, además de cama, luz y lumbre.
       


Roberto Martínez del Río en su libro El Estudiante de Salamanca en el siglo XVIII hace una clasificación muy curiosa de los universitarios y cita, entre otros, a los estudiantes de cuchara y aceituna, “que aliviaban sus miserias fundamentalmente con la sopa y el fruto del olivo”, pero más adelante habla de los sopistas y sopones y dice de ellos que “la sopa boba y la limosna conformaban su forma de haber mantenencia “, y al hilo de estos se encontraban los que llama “brodistas”, que remediaban su hambre, con el dicho bodrio.

La palabra bodrio procede del alemán “brod”, que significa caldo. Y curiosamente, también el bodrio tiene s receta, incluida en un recetario del siglo XIV. Se hace a partir de “pollo o cualquier ave o carne y se cuece. Después se pone todo con buenas especias y hierbas bien picadas y se le añaden huevos batidos. Y se añade en el caldo de la carne hirviendo. No conviene que el brodio sea demasiado espeso”, concluye la receta.

Ya puestos, existieron, también, los “chofistas”, que buscaban en el mercado los chofes o bofes, piezas que también reclamaban otros pobres, que tenían cierta bula los días de ayuno y abstinencia y que dieron lugar, con el tiempo, a nuestra popular chanfaina. Estas piezas se recogían el jueves en el mercado y se comían con autorización eclesiástica el sábado, que se conocía como “sábado de grosusa” en Castilla.


Roberto Martínez del Río es el creador del Museo Internacional del Estudiante; un museo virtual, que pueden visitar en internet y que les recomiendo porque está repleto de curiosidades de todo tipo. Un museo que acaba de cumplir diez años.

A sopones, sopistas y brodistas se les llama también “gallofos”, que no son sino “pobretones que sin tener enfermedad se andan holgazanes y ociosos, acudiendo a las horas de comer a las porterías de los conventos”

        Los tunos consideran a los sopistas y goliardos sus antepasados más ilustres. Como se ha dicho, llevaban a cuestas la cuchara, para no perder la ocasión, pero también la “ortera” –con hache y sin ella—que no era sino una escudilla, una especie de taza que colgaban del cinturón.

        Otra manera de ganarse la vida un estudiante era ponerse al servicio de otro. Acudía a clase, le tomaba apuntes, le hacía recados y de ahí sacaba algo. De este material salen los llamados “capigorrones”, gentes con capa y gorra que estaban al servicio de un señor, estudiante. Estos capigorrones eran determinantes en la elección de catedráticos y cargos para el Estudio, así que de ello también se aprovecharon: voto a cambio de sopa.
       


También las hambres de los gorrones tuvieron su hueco en la literatura. Rojas, en su Obligados y ofendidos y el gorrón de Salamanca pone en boca de Crispinillo:
        A la hora señalada
        A comer la olla contina
        Va con hambre la estudiantina
        Que la canina no es nada.
         
         En todo lo relacionado a la literatura de la alimentación de estudiantes en los pupilajes hay parte de mito y parte de verdad. Uno de aquellos estudiantes, Mira de Amescua, señala en su relato de la llegada a Salamanca:

        “tomé casa y compañía
        Que me la dieron muy buena
        Dos caballeros hermanos
        Naturales de Plasencia”.

     La desventaja del pupilaje era el excesivo control sobre los estudiantes, que querían tener margen de maniobra. Libertad. Seguro que les suena. Además, se trataba de un alojamiento caro, no apto para todas las economías.
       

Tengan en cuenta que nada menos que el juez del Estudio se encargaba del recogimiento nocturno de los escolares, además de sus comportamientos sociales.
Los responsables de los pupilajes tenían la obligación de informar a la autoridad académica de los estudiantes que vulneraban las normas, y podían ser sancionados si no informaban de ello. Había, como se ha apuntado, un control muy serio sobre los alojamientos escolares. Ya desde los tiempos de Alfonso X se exigía a los escolares que no alquilasen las casas que otros compañeros tuviesen alquiladas.
     Eran un poco más asequibles y liberales las “gobernaciones”, también llamadas “repúblicas”, que eran casas en las que la comida y la limpieza estaban externalizadas, como diríamos hoy. La madre de Lázaro de Tormes, como se ha dicho, cocinó para estudiantes. Y ya pueden suponer que aquellas gobernaciones eran muy parecidas a los pisos de estudiantes de hoy: donde caben cuatro, entran cinco o seis, y donde comen seis, o comen siete o no comen ninguno.

Pero hasta aquí llegaba, también, la mano de la autoridad académica con sus inspecciones.
  




 Contamos con una descripción de una de esas gobernaciones realizada en 1568 por Gaspar Ramos Ortíz: todo el mobiliario parco y comprado aquí y allá, mesas con velones y objetos de estudio, alguna estantería para libros, alcobas con su cama y poca luz. Y lo que más nos interesa, queda resumido de este modo por una estudiosa de su famoso diario, Delfina Álvarez:
        En la cocina una mesa grande de trece palmos y bancos, junto a un barreño tosco que oficia de fregadero, y las tinajas del agua o del aceite, la carbonera de la leña y el fogón, con eslabón de chispa o pajuelas para encender la lumbre. Luego los pucheros, escudillas de caldo, platos (algunos de Talavera), cantarillos, jarro, vaso, cuchillos y salero. Ellos sin contar la despensa o alacena, con el ordinario habitual de pan, carnero y fruta, así como alguna incursión a los huevos en las vigilia”
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    Nada que ver con esos otros pisos en los que vive un estudiante rodeado de comodidades y criados, como es el caso de Girolamo de Sommaia, tipo rico y más dedicado a los placeres de la vida que a la disciplina del Estudio, del que tendremos que hablar más adelante.
        Gaspar de Ortiz, llega a Salamanca a regañadientes. En su diario dice que él no quería estudiar. Y cuenta cómo antes de instalarse en una casa se aloja en dos mesones, el Mesón del Estudio, que se encontraba junto al Puente Romano, y otro mesón junto al Alcázar, es decir, por la zona de los jardines de La Merced.
Girolamo de Sommaia era hijo de un noble florentino. Estudia en Salamanca un poco de todo, cultiva amistades y disfruta del amor, a veces pasando por caja. No tiene el nivel de Gaspar de Guzmán, futuro Conde Duque de Olivares, pero tampoco está mal; vivía en buena casa y contaba con mayordomo y secretario, un cocinero y un camarero, entre otras personas a su servicio. Había de todo, como ve.


Se mencionaba antes a Pedro Calderón de la Barca, del que sabemos que estudió en Salamanca.
Él y otros alquilaron una casa al mayordomo del colegio de San Millán, que tenía poder para ello, casa que se encuentra situada en el Arroyo de San Francisco, que llaman la casa de Sagún, según el documento de arriendo. El coste, 600 reales “pagados de esta forma: los doscientos de ellos pagados dentro de veinte días que corren desde hoy, día de la fecha de esta, y otros doscientos el día de la Pascua de Flores que verna de este presente año y los otros doscientos reales el día de Pascua de Flores del año venidero de mil seiscientos y dieciocho”. El documento señala, también, que cualquier daño que se produzca corre por su cuenta: “ si alguna ventana o ladrillo quitaren y la dejaren maltratada la han de aderezar a su costa”.
De aquellos seiscientos reales, doscientos no se pagaron, hubo pleito y Calderón y sus compañeros debieron dejar la casa que fue consultorio y vivienda de Filiberto Villalobos y su hijo Enrique, y hasta cumplió condena por ello en la cárcel del Estudio y hasta fue excomulgado. Claro que además de la deuda, provocaron daños en la casa.
Contó en su momento Víctor García de la Concha, siguiendo a Florencio Marcos, que: desde la propiedad de la vivienda, el Colegio de las Once Mil Vírgenes, se reclamó "prisión, justicia y costas", tras volver a Salamanca a estudiar un nuevo curso, a pesar de que el juez había decretado contra ellos que "los traigan presos a la cárcel de esta audiencia atento que están excomulgados y no salen de la censura". Y aunque el que luego sería gran dramaturgo dio en prenda "un manteo de paño negro de pequeño a medio traer", no se cubrió la deuda y no le sirvieron las tretas sobre si un arriero se encontraba en camino con los reales necesarios, por lo que el juez dispuso que "les traigan presos a su costa".
Curiosamente, a pesar de que Calderón se proclamase “bachiller por Salamanca”, su nombre no aparece en los registros.

        El alojamiento en posadas y mesones era también otra modalidad a la que podían acceder los estudiantes. Según Rodríguez-San Pedro Bezares, solo utilizaban la habitación ya que para las comidas se buscaban la vida en bodegones o tabernas.
        No gozaban de buena prensa los mesones de entonces. El mejor elogio que se decía de ellos es que no eran tan malos como el infierno y se les acusaba de purgatorio de bolsas.
       

Los que siempre gozaron de buena reputación fueron los colegios mayores y menores. Los que tenían la suerte de vivir en ellos tenían una vida más confortable que el resto a cambio de una mayor disciplina.
       
Se ha estudiado mucho el caso del Colegio Mayor de Oviedo, del que conocemos sus normas y hasta el recetario de uno de sus cocineros: Domingo Hernández de Maceras.
        La dieta de los colegiales incluía una libra diaria de carne en el mejor de los casos aquellos días en los que la Iglesia la permitía. Se comía en la comida y la cena en el llamado refectorio, que se regía también por ciertas normas, igual que la comida se repartía en función de su coste más que de  su cantidad, aunque también estaba fijada. Además, en ese coste debía incluirse el pan y el vino o la fruta.
Como resume María de los Ángeles Pérez Samper en su libro sobre la alimentación española en el Siglo de Oro: “la carne, el pan y el vino eran los tres pilares básicos en los que se sustentaba la alimentación diaria”.
 En el caso del pan, en el Colegio de Oviedo, no se podía dar más de un panecillo para cada persona. La dieta se completaba con fruta de temporada, ensalada, y postres tanto salados como dulces, que podrían ser también alguna ensalada.
       
Todos estos productos los adquiría el veedor del colegio en función de si era día de carne o pescado, y de la temporada; incluso si estábamos ante una comida extraordinaria con motivo de algún día festivo.
        Todo –insisto—aparece perfectamente regulado al detalle en las constituciones, como pueden leer en el libro de Pérez Samper citado o en las propias constituciones recopiladas por Luis Salas Balust.
        El lugar de la comida era el refectorio al que llegaban los colegiales juntos y a la misma hora, que también estaba regulada: según la estación se comía a las diez de la mañana y se cenaba a las seis de la tarde, o se comía a las once de la mañana y se cenaba a las nueve. El día de San Miguel y el domingo de Resurrección marcaban el cambio de los horarios.
Llegaban los colegiales llamados por la campana y con su vela si era de noche, pero también eran avisados por el llamado linternero si estaban estudiando. Entraban juntos, recibían la bendición juntos y salían igualmente todos juntos.
Durante la comida uno de los colegiales leía para todos, aunque no fue siempre así. Esa lectura se seguía en completo silencio hasta el punto de que la petición de agua o cualquier otra cosa se hacía por señas también codificadas. Por ejemplo, si se quería agua se le daba un golpe a la jarra, y si era vino al vaso.
       

Les recomiendo el libro de Pérez Samper para conocer los detalles de esa vida en colegio pero también para conocer el recetario del cocinero Domingo Hernández de Maceras, que lo fue del Colegio.
El recetario, publicado en 1607, habla de las comidas y cenas de invierno y verano, pero también de la comida de los sábados y en otro capítulo de cómo se han de guisar los pescados y las diferencias de huevos y platos de vigilia y potajes. Las ensaladas, los cortes de las carnes, los guisos de estas ocupan las primeras páginas. Carnero, ternera, cerdo, caza, pollo, gallina o cabritos desfilan por el recetario. Igual que lo hacen las cabezas, lenguas, manos, livianos, torreznos o sesos, en el apartado de la cocina del sábado. Y con relación a días de pescado tenemos arroz, espinacas, castañas, borrajas, turmas de tierra, acelgas, lentejas, espárragos, calabazas, zanahorias, huevos, pescados ceciales, barbos, anguilas, congrios, lampreas, atún, sábalo, besugos, merluzas, langosta, para, finalmente, ocuparse de la fruta.
        Todo ello solía guisarse con mucha preparación y mucha especia.






        Tomás Rodaja, Licenciado Vidriera, el personaje cervantino dejó dicho que en Salamanca se forjaban obispos y ministros del Estado, así que sabemos cuáles eran las aspiraciones de aquellos estudiantes. Eso sólo fue posible en el Siglo de Oro. En el siglo XVII comienza un declive de la Universidad de Salamanca que será más acusado en el siglo XVIII y no digamos ya en el XIX.
        No abordaré aquí las causas, pero sí es preciso mencionar que en el ámbito de las consecuencias la pérdida de prestigio trajo consigo la pérdida de estudiantes y con ello, Salamanca y su vida estudiantil casi desaparece de la Literatura. Se cierran colegios, las órdenes religiosas pierden espacios y devotos. Y a todo ello pondrá un epílogo trágico la Guerra de la Independencia con toda su destrucción.
        Del XVII en adelante la literatura se olvida de nuestros estudiantes. Espronceda nos deja el mito del Estudiante de Salamanca. Pero, curiosamente, es un tiempo con importantes escritores por Salamanca.

         


A finales del XIX comienza a recuperarse la Universidad de Salamanca, que sufrirá la Guerra Civil y una postguerra durísima.
       
       
Y aquí estamos.
       
En estos años se impusieron las pensiones para los estudiantes y los pisos.
        Lamberto de Echeverría ha sido uno de los más destacados cronistas universitarios. En 1987 saca a la luz su libro Nuevas páginas universitarias salmantinas en las que nos dice que “pasaron los tiempos de pensiones y patronas, que ya no representan más que un 6%, ya que el 40% viven en pisos, el 35% en casa de la familia y el resto en colegios mayores y residencias”.
        En ese momento, la Universidad comienza a estudiar a sus estudiantes, a realizar estudios sociológicos y de impacto económico en Salamanca. Los estudiantes son un motor de la economía salmantina muy notable, y aunque los tiempos han cambiado, sigue habiendo, a su manera, pupilares, gobernaciones y repúblicas, además de colegios. Hay tunos. Las tabernas son bares, pubs y discotecas. No faltan las pendencias y todo tipo de picardías.

          Hace un año un grupo de profesores de la USAL redactó un informe sobre esa economía que titularon “La parte y el todo”. Les gustará saber que el alojamiento se lleva el 32,9% de la economía del estudiante: un 12,4% alimentación y un 5,3% vivienda, los bares y el ocio se comen el 8,9% de esa economía, que es más que, por ejemplo, lo que se invierte en viajes, transporte, vestuario en incluso libros y material escolar, que supone el 4,9%. Los estudiantes de hoy gastan el doble en ocio que en libros.


Cuánta razón tuvo el que dijo que “hace la edad su oficio”.


       

                 Déjenme que termine con un maravilloso poemario de Andrés Catalán y Ben Clark titulado Mantener la cadena de frío donde hay poema titulado “Piso de estudiantes” que dice así:
       
Se acumulan los platos sin fregar
        Los vasos, las copas con sus frescos de sangre
        retratan una batalla, una orgía.
        Se acumulan, estorban, entretienen.
        Hay un olor distante sin nostalgia:
        orégano y salsa de tomate. Ajo.
        Una mosca analfabeta
        lucha sin esperanzas con el vidrio.
        Duermen. Todos están dormidos.
        Un paquete de queso parmesano
        abierto, una botella de lambrusco vacía.
        La luz, que entra sin prisa no se inmuta
        ni finge ante los cuchillos
        un gesto de sorpresa en la encimera.

       


Un maravilloso e impresionista poema, que nos lleva a recordar a Sebastián de Horozco, padre de Sebastián de Covarrubias, que terminaba así su satírico poema sobre los pupilos y sus hambres:

        Pues me lo habéis preguntado
        entended qué vida es esta;
        Pero viven sin cuidado
        porque siendo el reloj dado
        se vienen a mesa puesta.